El Holocausto en Eslovaquia reviste unos caracteres muy especiales, en tanto y cuanto se trata de una de las naciones más católicas de Europa y un país colaboró con los alemanes voluntariamente, pero que no fue ocupado oficialmente por los nazis hasta el final de la guerra. Es decir, sirve para desmitificar ese gran mito que presenta el Holocausto como un invento exclusivamente alemán al que fueron ajenos los demás pueblos, supuestamente ocupados y neutrales ante la maquinaría criminal nazi. Desgraciadamente, tanto en Eslovaquia como en Polonia, Hungría y Rumania nos encontramos con los verdugos voluntarios de Hitler, hombres y mujeres que se prestaron sin ningún reparo, y menos rubor, a colaborar en la denominada “solución final” y sin cuya ayuda el Holocausto nunca se hubiera perpetrado. El antisemitismo tenía unas hondas raíces en Europa del Este y se había alimentado durante décadas del pensamiento nacionalista y, en cierta medida reaccionario, del siglo XIX.
Luego el caso de Eslovaquia, un país rural, tradicionalmente católico y controlado por una jerarquía que incluso llegar a colaborar con el régimen fascista instaurado por los nazis, tiene unas características peculiares. La Iglesia católica del país, con miles de sacerdotes e iglesias abiertas en toda la extensión del país, no podía desconocer lo que estaba ocurriendo, el envío de miles de judíos indefensos de todas las condiciones sociales, sexos y profesiones hacia los campos de la muerte. Aquí, a diferencia de Alemania y Polonia, se traba de pequeños núcleos de población y la sociedad eslovaca, junto con su Iglesia católica, conocían a la perfección lo que estaba pasado. Pero ya se sabe, a veces el silencio e incluso el colaboracionismo con los ejecutores te permite salvar la vida.
Además, tanto en Eslovaquia como en sus vecinos los grupos de carácter nacionalista y fascista siempre fueron antisemitas y comulgaban con las ideas de aniquilamiento y exterminio de los judíos que procedían de Alemania. La simpatía hacia las ideas nazis y el sentimiento de supremacía racial que emanaban del nacionalismo eslovaco hicieron el resto; muy pronto en toda Eslovaquia las estaciones de trenes se llenaron de judíos que partían hacia los campos de concentración y la vida judía, al igual que en el resto de los países vecinos, se apagaría para siempre.
Los orígenes del régimen fascista eslovaco En 1938, una vez que Francia y el Reino Unido han aceptado por los ignominiosos Acuerdos de Munich, la desaparición de Checoslovaquia y la entrega de los Sudetes a la Alemania nazi, los nacionalistas eslovacos, con buenas relaciones con la Iglesia católica y el régimen de Berlín, comienzan a preparar el camino hacia la independencia. Unos meses más tarde, en marzo de 1939, el líder del nacionalismo de Eslovaquia, Jozef Tiso, es recibido en la capital alemana con todo lujo detalles y los nazis le “invitan” a proclamar la independencia del nuevo Estado eslovaco. El Vaticano vería con buenos ojos al nuevo engendro nacional-clerical creado en esta nación centroeuropea.
Días más tarde del apoyo alemán a la causa eslovaca, Tiso convoca una suerte de parlamento de la “nación eslovaca” y crea su propio país tutelado por los amos de la Europa del momento: los nazis. Francia y el Reino Unido, que dan ya por perdido todo en el Este de Europa, prefieren mirar hacia otro lado e ir aceptando la política de hechos consumados. Checoslovaquia, por su parte, ya sido anulada de la escena y poco puede hacer para frenar las ansias independentistas eslovacas. Su suerte, tras haber sido abandonada por las potencias occidentales, que siempre habían jurado que defenderían a los checoslovacos con las armas, está definitivamente echada. Checoslovaquia ha desaparecido por unos años, ha sido engullida por la “nueva Europa” de Hitler. Las tropas alemanas, una vez que Eslovaquia se ha sumado “voluntariamente” al “nuevo orden”, ya han entrado triunfalmente en Praga. Los eslovacos, aparentemente, correrían mejor suerte y se librarían de la ocupación alemana, al menos momentáneamente. El precio que pagarían los eslovacos después, como se comprobaría tras la guerra, sería muy alto.
Pese a todo, el 23 de marzo de 1939 Hungría ocupa una parte de la nueva Eslovaquia y sus demandas con respecto al nuevo país son aceptadas por Alemania e Italia, que trazan ahora las nuevas fronteras de Europa en función de sus intereses políticos y estratégicos. Hitler, que sabe que necesita tener a Hungría entre sus aliados, cede unos 1.700 kilómetros de la nueva Eslovaquia, con unos 70.000 habitantes, a Budapest, pese al desconcierto y malestar de los eslovacos. La misma suerte correría Transilvania, arrebatada a los rumanos para satisfacer los apetitos territoriales de los húngaros.
Desde el comienzo de la creación del nuevo Estado y el nombramiento de Tiso como máximo responsable del mismo, Eslovaquia sería muy dependiente de la Alemania nazi en todos los sentidos. Se trataba, ni más ni menos, de un Estado vasallo sometido a los caprichos y deseos de la Alemania nazi. Muy pronto se firmaría un “Tratado para la Protección de las Relaciones entre el Imperio Alemán y el Estado Eslovaco”, que subordinaba formalmente en los terrenos político, militar y económico a la nueva Eslovaquia con Alemania.
Tal fue el seguimiento de Eslovaquia a la política de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, que incluso llegó a declarar la guerra a Polonia, el Reino Unido y a los lejanos Estados Unidos. El grado de colaboracionismo de los eslovacos, nunca suficientemente explicado y asumido, fue muy alto, superior, sin duda, al del resto de sus vecinos. Incluso los húngaros, en 1945, se negaron a aceptar el compartir el trágico final que esperaba al “Imperio Alemán” y se levantaron contra los nazis.
El Estado formado por Tiso era un Estado autoritario, clerical y fascista. Teóricamente tenía un legislativo, que no era elegido democráticamente, y que estaba formado tan sólo por eslovacos. Aproximadamente el 20% de la población eran alemanes, gitanos, húngaros y judíos, quienes no tenían representación en dicha cámara y que estaban fuera del juego político. Los alemanes, sin embargo, nunca tuvieron serías restricciones, pero sí los húngaros. El partido gobernante, creado al estilo de los movimientos nazis y fascistas de la época, era el Partido Nacionalista Eslovaco, una organización de carácter autoritario, con un gran líder dominando la escena, antisemita, católica y claramente racista, buen resumen del pensamiento nacional de la época.
La tradición nacional eslovaca, en cierta medida muy parecida a la de la vecina Polonia, era muy antisemita, ya que desde los púlpitos católicos se había incitado al odio a los judíos y a los extranjeros. Los judíos, como quizá también los gitanos, se convirtieron en los chivos expiatorios de una ideología de corte fascista, violenta y que tendía a presentar los rasgos identitarios del diferente como impropios de la cultura eslovaca. Los elementos que no cabían en su identidad homogénea y excluyente debían ser “eliminados”, no tenían cabida en la “nueva” Eslovaquia por su supuesto carácter “foráneo”.
Además, en el caso de Eslovaquia, que era una sociedad arcaica y rural, escasamente industrializada, existía una suerte de desconfianza, e incluso odio ancestral, del hombre del campo hacia la ciudad. La mayor parte de los eslovacos vivía en núcleos rurales, donde la manipulación y el control social de la Iglesia católica era total, mientras que los judíos era gente ilustrada y urbana, por lo general; sin el peso de esta ideología nacional-católica y sin tener en cuenta estas características sociales es muy difícil entender lo acaecido en aquellos años en Eslovaquia. Luego el clima exterior, marcado por el auge de los fascismos en Europa y la sumisión a la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial, haría el resto.
Colaboración con los nazis Desde sus orígenes, y siempre bajo la atenta mirada y presión de los dirigentes nazis, el régimen fascista instalado en Bratislava decretó duras medidas y leyes antisemitas. Muy pronto, a los judíos se les prohibió trabajar en la función pública, se les cerraron sus negocios, les fueron vetados numerosos trabajos, como la medicina, la abogacía y la enseñanza, y fueron expulsados de todas las instituciones, como las universidades, los teatros y los liceos. Las medidas tomadas contra los judíos de Eslovaquia fueron muy parecidas a las tomadas en la Alemania nazi y en otras zonas ocupadas por los alemanes. También eran obligados a llevar señales distintivas de identificación externa.
Con respecto a Tiso, ha habido grandes discusiones tanto en Eslovaquia como fuera acerca de sus responsabilidades en el Holocausto. Al parecer, como sacerdote teóricamente cristiano (¿?) siempre se opuso a que las medidas fueran aplicadas con violencia y su antisemitismo tan sólo era verbal. Se ha llegado a especular, incluso, que el máximo líder eslovaco no tuviera nada que ver con dichas medidas; el caso es que hizo bien poco por cambiar la suerte de sus nacionales judíos y gitanos, que en su gran mayoría acabarían sus días en los campos de exterminios nazis. A su favor, sin embargo, hay que decir que el régimen que controlaba Tiso decretó unas 2.000 excepciones a estas medias y que las mismas salvaron la vida de unos 5.000 judíos (sobre este asunto todavía hay amplias discusiones en Eslovaquia y las cifras suelen variar de un historiador a otro).
Pese a todo, entre 1942 y 1944 las deportaciones de judíos continuaron en todo el país y en las estaciones de Eslovaquia eran corrientes las concentraciones de los deportados con destino a los centros de la muerte. Hubo algunas protestas en el país, pero nada pudo salvar la vida de unos 70.000 judíos eslovacos fallecidos en los campos de concentración, es decir, aproximadamente un 75% de los judíos eslovacos. Algunos judíos estuvieron enrolados en los grupos de partisanos que en los finales de la guerra lucharían contra los nazis y sus aliados eslovacos.
Las deportaciones de los judíos eslovacos continuaron hasta octubre de 1944, cuando ya las tropas soviéticas estaban en las fronteras de Eslovaquia y el régimen se tambaleaba. Tanto las milicias locales eslovacas como la guardia del partido, la tristemente conocida como Guardia Hlinka, colaborarían en la “solución final”. Los judíos eslovacos, además, tienen el dudoso honor de figurar entre las primeras víctimas del campo de exterminio de Auschwitz.
Ya casi sin fuerzas y a punto de ser ocupada por los soviéticos, la Alemania nazi invadió temporalmente Eslovaquia y consiguió detener a otros 15.000 judíos eslovacos, que fueron enviados a los campos de la muerte en aquellos aciagos días. Resulta increíble que cuando el régimen nazi estaba a punto de desmoronarse como un castillo de naipes atacado desde todos los frentes, el único interés de los máximos jerarcas nazis tan sólo se centraba en detener y asesinar judíos, como si ése hubiera sido el único fin de la Alemania “diseñada” por Hilter. El antisemitismo se convirtió, en aquellas atroces jornadas, en la política oficial de Alemania, en la brújula que dirigía todos sus movimientos internos y externos.
Sin embargo, esta política excesivamente genocida, por decirlo de alguna forma, impulsada por los nazis chocó en algunas ocasiones con el espíritu tradicional católico de Eslovaquia y creó no pocas tensiones en la cúpula gobernante, dividida entre los partidarios del primer ministro, Vojtech Tuka, y el máximo líder, Tiso. Finalmente, al igual que en otras partes bajo la órbita alemana, las disputas fueron resueltas por los alemanes apoyando a una de las facciones (en este caso la de Tiso) y eliminando, en algunos casos hasta físicamente, a la otra, tal como ocurrió con el hijo del almirante Horthy en Hungría.
Ocaso y final del régimen fascista eslovaco
Entre octubre de 1944 y abril de 1945, en que el país se siente amenazado en todos los frentes por tropas aliadas, acciones guerrilleras y las tropas soviéticas en las mismas fronteras, la situación es de desbandada total. Numerosos dirigentes huirían del país y las fuerzas nacionales eslovacas, desmoralizadas por la ocupación alemana, ofrecen poca resistencia a los soviéticos, quienes finalmente entran en Bratislava un 4 de abril de 1945.
Un mes más tarde, el 8 de mayo de 1945, el “Gobierno” fantoche eslovaco en el exilio capitula ante el general americano Walton Walker en Austria, cesando toda sus actividades y poniendo fin al régimen creado por Tiso. Eslovaquia sería ocupada por las fuerzas soviéticas y dejaría de existir nominalmente, pasando a ser desde la ocupación territorio de la Checoslovaquia comunista.
Como ocurrió en otras partes de la antigua Europa del Este, donde el grado de colaboración con los ocupantes nazis fue muy alto, en Eslovaquia numerosos criminales de guerra lograron huir hacia la España franquista, América Latina, Australia y los Estados Unidos, donde muchos consiguieron inventarse tras la contienda un pasado de fervientes anticomunistas y demócratas de toda la vida. El mismo Tiso, que huyó cobardemente del país, abandonando a su suerte a sus antiguos camaradas, intentó escapar a través de Austria, donde fue capturado por las fuerzas estadounidenses y entregado a las nuevas autoridades checoslovacas. Fue juzgado, condenado a muerte y ejecutado por crímenes de guerra en 1947. Otros dos jerarcas del fascismo eslovaco implicados en los crímenes, Tuka y Heinlein, se suicidarían en 1945, evitando su captura por los soviéticos y un seguro juicio por crímenes de guerra.
Más de cincuenta años después, en los años 90, la Conferencia Episcopal eslovaca, presidida por Monseñor Rudolf Balas, arzobispo de Banska Bystrisa, publicó una “Declaración” en la que se pedía a los católicos de Eslovaquia que “restablezcan la justicia” que merece el pueblo judío, añadiendo que este acto “en el signo de memoria moral y religiosa, será entendido como un acto de arrepentimiento, como un acto de amor por el Crucifijo”.
El documento recuerda que “No podemos negar que la deportación de los hebreos eslovacos tuvo lugar entre nosotros, que ciertos miembros de la nación tomaron parte en ella, y que los eslovacos se limitaron a guardar silencio”. El texto explica que la cuestión hebrea en Eslovaquia “es una cuestión delicada y que todo aquel que pretende afrontarla mete un dedo en una llaga abierta”.
Ya en 1987, cuando todavía Checoslovaquia estaba sometida al régimen comunista, el cardenal Jan Chryzostom Korec, en un carta pastoral que no habían aprobado las autoridades, pidió perdón al pueblo judío por la participación de algunos cristianos en las deportaciones de hebreos eslovacos y, en 1990, la Conferencia Episcopal eslovaca había condenado en dos ocasiones el antisemitismo, invitando a los católicos a hacer un acto de arrepentimiento por las culpas del pasado. Quizá demasiado poco ante tanto crimen, ante tanta barbarie.
La reacción judía a la declaración de los obispos eslovacos fue positiva en su momento, por tratarse Eslovaquia de uno de los países más antisemitas de la región. “Se trató de un paso en la dirección adecuada”, llegó a decir Jozef Weiss, exponente de la Asamblea Central de Comunidades Hebreas en Eslovaquia, aunque mostró también su contrariedad por el hecho de que se hubiera producido con tanto retraso, casi medio siglo después.
En la actualidad, según diversas fuentes, viven algo menos de diez mil judíos en Eslovaquia, la mayor parte de ellos en la capital del país, Bratislava. La aparente normalidad en que viven no debe hacernos olvidar que un día no tan lejano el horror se convirtió en algo cotidiano y el odio al diferente en la religión de un Estado partícipe de las mayores atrocidades cometidas en Europa en siglos. Al pasear por las apacibles calles de Bratislava, ayer teñidas de sangre, hoy plagadas de turistas, uno siente el peso de la historia y da terror pensar que detrás de esta placidez casi asfixiante hay un pasado atroz y siniestro. Tan sólo desde la reivindicación de la memoria, como única forma para entender las claves de esa forma de terror colectivo que habitó entre nosotros, podremos conjurar a esos monstruos del pasado que dormitan tras esta plácida calma.